
Barcelona anárquica: cuando la ciudad pertenecía a su gente
Un raro momento en la historia en el que los trabajadores tomaron las riendas y las calles palpitaron con posibilidades
Permíteme que te lleve a una Barcelona diferente: no la de las curvas de Gaudí ni la del bullicio junto a la playa, sino una ciudad envuelta en banderas rojinegras, donde los tranvías circulaban sin jefes y los cafés se convertían en cocinas colectivas. De julio de 1936 a mayo de 1937, Barcelona no sólo resistió al fascismo, sino que se reinventó a sí misma.
Una filosofía construida en talleres y aulas
Antes de las barricadas, había libros. El movimiento anarquista de Cataluña se apoyaba en décadas de pensamiento y trabajo: socialismo libertario, educación racionalista y sindicatos dirigidos por trabajadores como la CNT. En mayo de 1936, pocas semanas antes de que estallara la guerra civil, el Congreso de Zaragoza de la CNT esbozó una visión del "comunismo libertario": sin jefes, sin Estado, sólo una federación de comunidades autónomas.
No eran sueños abstractos. La Escuela Moderna de Ferrer ya había sembrado las aulas de toda España con una educación laica y basada en la ciencia. Los alumnos no aprendían a obedecer, sino a pensar libremente. Cuando el golpe de Franco fracasó en Barcelona aquel julio, los ideales se convirtieron en acción.

Trabajadores en silla de montar
Tardó sólo unos días. A finales de julio de 1936, aproximadamente el 75% de la economía de Cataluña -desde los tranvías hasta las fábricas textiles- estaba en manos de los trabajadores. Los directivos que huyeron fueron sustituidos por delegados elegidos por los trabajadores. Los trenes funcionaron. Se abrieron los teatros. Se barrieron las calles. No por milagro, sino por coordinación colectiva.
Un decreto, aprobado aquel octubre, legalizó estas tomas de posesión. Unió las fábricas en consejos industriales y creó un fondo para compartir recursos. Las industrias rentables apoyaban a las más débiles: la ayuda mutua como política, no la caridad.

Salud y bienestar, reimaginados
La revolución no se detuvo a las puertas de la fábrica. Llegó hasta las cocinas, las clínicas y las aulas. Federica Montseny, anarquista y primera ministra del gobierno español, creó maternidades, refugios para refugiados y legalizó el aborto, una primicia en España, considerado un derecho sanitario para las mujeres de la clase trabajadora.
Los comités de barrio abrieron clínicas gratuitas, fondos de accidentes y pensiones. Mientras tanto, los consejos locales de alimentación organizaron almacenes mayoristas, transportaron productos en camiones y sirvieron a miles de personas diariamente en cocinas comunales. En las fábricas se construyeron guarderías para que las madres pudieran incorporarse al trabajo sin dejar atrás a sus hijos. La educación se hizo gratuita, racional y basada en la dignidad de todos.

Viviendas sin caseros
La propiedad privada encontró un final rápido y silencioso. En las primeras semanas se expropiaron más de 500 edificios, desde mansiones señoriales hasta hileras de viviendas. Muchos se convirtieron en escuelas, salas sindicales o refugios de emergencia para los refugiados. Se abolió el alquiler. Las familias se convirtieron en inquilinos colectivos, supervisados por consejos de vivienda. En las zonas más ricas, las villas abandonadas se convirtieron en dormitorios compartidos por sirvientes y trabajadores por igual.
En los barrios obreros, la gente reparaba los edificios de los suburbios con fondos sindicales y mano de obra voluntaria. La huelga de alquileres de 1931 ya había enseñado a los pobres de Barcelona a organizarse; ahora ponían en práctica esa experiencia a escala de toda la ciudad.

Una delicada danza con poder
Los anarquistas no tomaron el poder, lo desmantelaron. Pero la guerra lo complicó todo. Para conseguir armas y resistir a Franco, dirigentes de la CNT-FAI se unieron tanto al gobierno catalán como al español. Algunos camaradas lo calificaron de traición. Otros lo veían como una sombría necesidad.
El resultado fue una frágil tregua entre revolución y resistencia, un acto de equilibrio que se hacía más difícil cada mes que pasaba.

El final del principio
En mayo de 1937, ese equilibrio se rompió. Las fuerzas gubernamentales, cada vez más influidas por los comunistas alineados con Moscú, se apoderaron de la central telefónica dirigida por los anarquistas. Los disparos estallaron en las calles. Cientos de personas murieron. El sueño de una ciudad sin Estado empezó a desmoronarse.
Al final del verano, la mayoría de los comités revolucionarios habían desaparecido. El Estado -con sus ministerios, su policía y su jerarquía- había vuelto.

Lo que queda
Sin embargo, durante esos diez meses, Barcelona vivió una realidad diferente. Una ciudad sin propietarios. Un sistema escolar sin curas. Una red de transporte público sin jefes. Los tranvías circulaban a su hora. El pan llegaba. Y la gente se llamaba "camarada", no "señor".
No era una utopía. Pero era real. Y para cualquiera que haya imaginado alguna vez un mundo más libre, el experimento anarquista de Barcelona ofrece algo más que nostalgia: ofrece pruebas.
Incluso ahora, si paseas por las tranquilas callejuelas de Poble-sec o Sant Andreu, puede que captes el eco de una época en la que la ciudad respiraba con una sola voz, y esa voz pertenecía al pueblo.
